A pesar de que nuestra existencia a veces está amenazada, podemos aprender a vivir con un instinto felino —a mí me otorga un plus intenso de supervivencia— que te hace runrunear por la vida y ser libre con tus querencias. La felicidad se puede describir como una gatita: ese ser travieso que no quiere dejarse atrapar. Ni manosear. Si vas detrás de ella con ahínco se escabulle y te rehúye. Pero si respiras tranquilamente y estás en paz, viene a enredarse entre tus manos, a dormirse con placidez entre tus quehaceres. Pero a los gatos también nos encasillan en ocasiones o nos vapulean sin piedad el corazón. Al igual que ellos, me muestro entonces fugitivo y —escaldados— la misma agua tibia evitamos, siéndonos difícil volver a confiar... en el ser humano.
Cuando nos han engañado o traicionado somos un mar de dudas. ¿Quién no? Bueno, es la diferencia más notable con los perros. Quienes sabemos conservar nuestro niño interior descubrimos que la maldad se da más por ignorancia que por el afán de ser malvados a posta. Y evitamos mejor que el mal gane terreno. Hoy que tanto ofrece la sociedad a los niños, que les otorga tantos derechos, tantos medios, tantos avances, objetos y hasta exagerados caprichos, hay, sin embargo, más de tres millones de ellos, en España, que carecen de lo más básico e, incluso, de recursos para su nutrición. Por ello un servidor es, además de gato, uno con botas que nivele la balanza.