Nadie en el mundo debería sufrir la pobreza. Ni un solo ser humano de los más de siete mil millones que poblamos la Tierra. ¿Por qué? Sencillamente, porque si hay voluntad global, se consigue fácilmente. Los Estados, todos, tienen que ser conscientes de que la nueva organización mundial no pasa por meros acuerdos entre los mismos, sino por un reconocimiento de que la comunidad mundial es superior a todos y cada uno de ellos y de que la unificación en una sola civilización funcional —pero plural— es solución y piedra del nuevo sistema. Erradicar totalmente la pobreza no va a despojar a nadie de sus bienes, ni perjudicarle en ningún sentido, ya que se trata tan solo de pura logística. Hay ingenieros y operarios dispuestos a ponerla en funcionamiento y crear así nuevos puestos de trabajo. Porque que en este hogar, en este planeta, o cabemos todos o la barbarie oligárquico-tecnológica va a seguir eliminando a gran parte de los congéneres.
Que aquí quepamos todos —y no sólo determinados privilegiados bajo los diseños políticos de gerifaltes chapados a la antigua, incapaces de percibir la realidad social más palpitante— depende de que todos y cada uno seamos conscientes de que en nuestra unión radica el poder de atraer una transformación en la dinámica conceptual del empleo, del reparto del trabajo que existe y del elemento monetario, que es de todos y no de unos pocos amasadores insaciables que controlan la vida y la muerte. Es lo que hoy ya ocurre.