HE PARTICIPADO en
una intensa convivencia con seis personas de distinta ralea ideológica,
adrede, en Barcelona. Tres de ellas, secesionistas y otras tres,
naturales, por decirlo así. El objetivo fue respirar el panorama
postelectoral catalán en vivo y en directo. Lo mío ha consistido en
mezclarme entre la gente de a pie. Quiero reseñar que me siento
satisfecho de la capacidad paradigmática y de la educación, cortesía y
buena disposición de todos. Resaltaré dos de esas personas: una de
ellas, asesor fiscal, catalán e hijo de catalanes, pero antes, español; y
la otra, también hombre, artista pictórico, catalán e hijo de catalanes
y, por encima de todo, secesionista. Como los demás, ambos se me han
expresado en un correcto español y me han enriquecido con su simpatía,
me han mostrado los objetos que tocan, los bienes que poseen o los
coches que conducen.
Parece que la diferencia estriba, en un primer acercamiento, en el sentimiento, en el corazón. Resalto el sentido del diálogo que he percibido y la claridad de los seis paradigmas sometidos a mi observación para alcanzar un entendimiento meridiano de la situación y para notar los pilares sobre los cuales asentar su comprensión. Esto ya es muy importante. Pero lo que más me ha gustado en ellos es el espíritu de revolución que yo mismo preconizo en general.
Compruebo, sin embargo, que si se profundiza tanto en una como en otra orientación política, ambas carecen de esa energía innata que hace que el mundo se abra delante de ti cuando sabes adónde vas. Parten de que las cosas no van bien, pero ninguno ha apurado al límite la épica de contar con lo que existe para las supuestas reformas. Prima arrasar y renovar todo. Tanto en unos como en otros. Y no es eso.
Atravesamos un delicado momento sociológico: es un acontecimiento mundial que nos traslada a un nuevo sistema que, por primera vez en la historia de la humanidad, no necesita ser cruórico, cruento o eliminatorio de lo que no es “simpático” entre los distintos grupos, sino que se alimenta de lo concomitante. Cataluña no es ajena a la cultura de la revolución que vivimos —según el concepto de Giovanni Sartori—, o sea, el convencimiento social extendido de que nada cambia sin ruptura. Los héroes actuales se distinguen por percibir que estamos ante un gran cambio sin romper con lo que la sociedad tiene a mano: el abanico de culturas y aportaciones de todas las naciones.
Parece que la diferencia estriba, en un primer acercamiento, en el sentimiento, en el corazón. Resalto el sentido del diálogo que he percibido y la claridad de los seis paradigmas sometidos a mi observación para alcanzar un entendimiento meridiano de la situación y para notar los pilares sobre los cuales asentar su comprensión. Esto ya es muy importante. Pero lo que más me ha gustado en ellos es el espíritu de revolución que yo mismo preconizo en general.
Compruebo, sin embargo, que si se profundiza tanto en una como en otra orientación política, ambas carecen de esa energía innata que hace que el mundo se abra delante de ti cuando sabes adónde vas. Parten de que las cosas no van bien, pero ninguno ha apurado al límite la épica de contar con lo que existe para las supuestas reformas. Prima arrasar y renovar todo. Tanto en unos como en otros. Y no es eso.
Atravesamos un delicado momento sociológico: es un acontecimiento mundial que nos traslada a un nuevo sistema que, por primera vez en la historia de la humanidad, no necesita ser cruórico, cruento o eliminatorio de lo que no es “simpático” entre los distintos grupos, sino que se alimenta de lo concomitante. Cataluña no es ajena a la cultura de la revolución que vivimos —según el concepto de Giovanni Sartori—, o sea, el convencimiento social extendido de que nada cambia sin ruptura. Los héroes actuales se distinguen por percibir que estamos ante un gran cambio sin romper con lo que la sociedad tiene a mano: el abanico de culturas y aportaciones de todas las naciones.