Es la oportunidad con la que todos soñábamos de niños. Cruzar continentes y océanos a los mandos de un caza supersónico. Completar uno de los raids aeronáuticos más desafiantes de la historia. Ser uno de los elegidos para llevar sobre los hombros el peso del éxito o del fracaso de la misión. Todos, alguna vez, nos hemos visto atraídos por un reto así.
Son las 6:30 del lunes 1 de julio. En uno de los espartanos hangares de la base aérea de Goose Bay (Labrador, Canadá), un teniente coronel alemán de carácter confiado y decidido imparte las últimas instrucciones para la misión del día: trasladar por aire la agrupación de aeronaves del Pacific Skies al completo hasta el otro extremo de Norteamérica. En torno a él se encuentran pilotos de varias nacionalidades. Y entre ellos, los españoles del Ejército del Aire y del Espacio. En un mapa se muestra la ruta a seguir. Una línea recta de 5000 kilómetros que une Goose Bay con el destino final, la base aérea de Eielson, en Alaska (EE.UU.). Entre los dos puntos, la vastedad infinita y despoblada del norte de Canadá.
El plan es complejo. Como los Eurofighter no tienen alcance suficiente para realizar la ruta por su cuenta irán acompañados por los pesados Airbus 330MRTT, que les suministrarán en vuelo el combustible necesario para alcanzar el destino. Por consideraciones operativas me asignan como punto 3 a una formación mixta germano-española, siendo el líder y el punto 2 Eurofighter de la Luftwaffe. En total seremos 3 cazas y encabezaremos la estela que seguirán las otras 21 aeronaves de la agrupación en su camino hacia Alaska. De forma clara y técnica se repasan las alturas, las velocidades y los consumos previstos de combustible. Al finalizar, no quedan dudas. Tras un último vistazo al parte meteorológico nos despedimos y se lanza la misión.
La plataforma de Goose Bay está repleta de aeronaves. El sol ya cae de plano y el omnipresente olor a queroseno lo impregna todo. La humedad es terrible. Un bullicio multinacional de mecánicos se apresta a realizar las últimas comprobaciones en los cazas, mientras los pilotos comienzan a arrancar motores. Minutos después, con la precisión y disciplina propias de un desfile terrestre, las aeronaves van rodando una detrás de otra hacia la pista de despegue.
Mi formación se va al aire conforme al plan y ganamos altura. El avión cisterna despega detrás y las maniobras para reunirnos con él son más bruscas de lo habitual. Nadie quiere fallar en esta fase tan crítica. El sol atraviesa la carlinga. Hace calor y se respira presión, alerta, estrés. El cuerpo siempre protesta a bordo de un Eurofighter. Y fuera de la carlinga, a semejanza de los desiertos, la vastedad y el silencio reinante en los cielos recuerdan al fugaz visitante el sentido de su propia fragilidad, como un insecto que fácilmente podría desaparecer en esa inmensidad.
Al cabo de una hora ya hemos atravesado la península de Labrador y sobrevolamos la bahía de Hudson. A la vista de la infinita, helada y despiadada banquisa ártica, pocos pueden escapar al escalofrío de pensar lo que pasaría si cayesen ahí. Es en esta zona donde tiene comienzo la primera operación de repostaje. Nuestro Airbus 330MRTT despliega las dos mangueras de combustible, una detrás de cada ala, en cuyo extremo hay un embudo, también conocido como cesta en la jerga de los pilotos. Es en la citada cesta donde los Eurofighter deben introducir su sonda de reabastecimiento, una especie de brazo telescópico que sale del morro del avión y que sirve de tubería para trasvasar el combustible al caza.
Los primeros Eurofighter nos posicionamos detrás de las mangueras para comenzar la operación. La cesta se mueve a la par del avión cisterna que la remolca, a 600 km/h. En esas latitudes es frecuente encontrarse con corrientes en chorro muy fuertes que hacen que la cesta salte en todas direcciones de forma impredecible. Un Eurofighter alemán hace el primer intento. Se aproxima cauto e indeciso. Intenta introducir la sonda en la cesta pero no lo logra. El silencio invade la radio, mal comienzo para la misión. Si no conseguimos reabastecer tendremos que aterrizar en algún aeródromo de alternativa, donde quedaremos a nuestra suerte hasta que lleguen los Airbus A400M de apoyo logístico. Me aliento a mí mismo repetidas veces: hazlo como siempre, alinéate con la cesta, iguala la velocidad, comprueba luz ámbar, avanza decidido, corrige suave. Es en esos momentos en los que el tiempo parece detenerse y el cuerpo se fusiona con el avión para maniobrar como un único ente. La cabeza solo piensa una cosa: hazlo. Un sonido metálico y grave indica que el acoplamiento ha sido correcto. El combustible fluye a través de la sonda hacia los depósitos de mi Eurofighter. Exhalo el aire contenido y relajo las manos. Probablemente esta maniobra de reabastecimiento no ha sido la mejor de mi carrera aeronáutica, pero sin duda ha sido efectiva. Pasados unos minutos, los cazas alemanes también consiguen repostar y continuamos la misión.
Las horas y los reabastecimientos se suceden uno detrás de otro, mientras sobrevolamos la interminable y desértica taiga del norte de Canadá. Tengo las piernas entumecidas. Me entretengo mirando el mapa y comiendo alguna chocolatina. Cuando llevamos ya 6 horas de vuelo y con combustible suficiente para alcanzar Alaska, nos separamos del avión cisterna y la formación mixta germano-española de 3 Eurofighter aceleramos para agilizar la llegada.
Sin embargo, tal y como me enseñaron en mi primer vuelo en la Academia General del Aire, la misión no termina hasta que te bajas del avión por tu propio pie. En efecto, el parte meteorológico en el destino, la base aérea de Eielson, no trae buenas noticias. Durante el vuelo la situación empeoró considerablemente y había nubes bajas, visibilidad reducida y lluvia. Sin lugar a dudas, esta no es la escena que un piloto de caza español, tan acostumbrado a los despejados cielos ibéricos, espera encontrar tras una larga misión.
El líder de la formación nos informa de que para aterrizar haremos uso del ILS (sistema de aterrizaje instrumental). Iniciamos el descenso y entramos en nubes. Son tan espesas que pierdo de vista a los otros aviones y no se ve a más de unos metros. La información proveniente del potente radar embarcado en el Eurofighter es la que me permite mantener mi puesto en la formación. La torre de control anuncia por la radio algo que no llego a entender mientras volamos la senda de aproximación del ILS. Seguimos sin ver la pista. Hay bastante turbulencia y viento cruzado. A medida que vamos descendiendo me cuesta más mantener el avión estable en la senda. Aquel momento fue angustiosamente eterno, dentro de nubes, cerca del suelo, fatigado tras 7 horas de misión, con poco combustible y con la radio chisporroteando. La combinación que tantos accidentes de aviación ha provocado. Tu instinto te pide ascender y salir de ahí. No obstante, es la naturaleza de luchar hasta el último segundo, marcada a fuego en la escuela de caza, la que me lleva a continuar descendiendo en busca de la pista. Y como aquellos magos a los que aún les queda un último truco, acciono el sistema automático de aproximación y me estabilizo en la senda. Segundos después avisto en el morro un bosque y más allá, entre la bruma, las luces verdes que marcan la pista. Exhalando un suspiro, poso rápidamente el avión y dejo que decelere. ¡Por qué poco…!
Rodamos a nuestros puestos de estacionamiento, abro la carlinga del avión y paro los motores. Llueve, pero por algún motivo no me molesta. Y tras encapsular la esencia de la aviación militar como un recuerdo que nunca se borrará de mi retina, ya solo me queda alejarme de mi Eurofighter sin buscar la atención de nadie, disfrutando en solitario de la más discreta satisfacción por haber cumplido la misión. Porque seguro que todos hubiésemos deseado, al menos una vez en la vida, tener una experiencia así.