EL TURISMO es una de las grandes industrias españolas. No es fácil para empresarios y gobiernos regionales saber combinar adecuadamente todas las opciones y preferencias. La primera vez que oí hablar de las Fallas fue de adolescente en un campamento de Francia. Me di cuenta de que era la fiesta más famosa de España en el mundo. Eso de quemar fantásticas creaciones coloristas llama mucho la atención. Muchos valencianos viven —incluso todo el año— de las Fallas, del hecho de crearlas y de toda la infraestructura, servicios y actividad auxiliar que las rodea.
Esta tradición tiene una magia singular, algo fuera de lo común, pero también sufre un grave deslucimiento como evento multitudinario. Quizá antaño no fuese tan patente, pero en los últimos tiempos la calle —durante los alrededor de veinte días de euforia, pólvora y música— se ensucia de una manera copiosa. Hay turistas selectos, de hotel y buenas formas, pero también acuden, deslumbrados por tanto brillo, ciertos apestosos abencerrajes que dan más faena de lo admisible.
Todo tipo de turismo tiene su derecho a participar, nadie se lo quita, pero el auténtico fallero condena la falta de civismo, por ejemplo, el de botellón descontrolado, el de bocadillo en los parques o el de vomitonas por cualquier parte. El gran esfuerzo que despliega el servicio de limpieza municipal tiene en esa muchedumbre irrespetuosa su mayor reto.
La inmensa mayoría disfruta con corrección de las mascletáes, de los ninots y de las escenas que se muestran; de la fiesta y de la francachela popular, mientras, sin embargo, entre ella se parapetan, como elefantes en una cacharrería, los indeseables que destrozan a su paso la urbanidad, la pulcritud y la bondad de lo que representa un acontecimiento tan celebrado, amplio y cultural como el de las Fallas.
Para ser declarado patrimonio inmanterial de la Humanidad siempre han luchado los distintos responsables, fuerzas vivas e ilustres representantes de la sociedad valenciana. También deberían estudiar un sistema correctivo para esas personas que no saben comportarse. La cremà —en todo caso, símbolo de purificación— le da, sin embargo, ese toque final de renovación y limpidez. La autenticidad de Las Fallas y su riqueza patrimonial para la humanidad es lo que la UNESCO está valorando.
Esta tradición tiene una magia singular, algo fuera de lo común, pero también sufre un grave deslucimiento como evento multitudinario. Quizá antaño no fuese tan patente, pero en los últimos tiempos la calle —durante los alrededor de veinte días de euforia, pólvora y música— se ensucia de una manera copiosa. Hay turistas selectos, de hotel y buenas formas, pero también acuden, deslumbrados por tanto brillo, ciertos apestosos abencerrajes que dan más faena de lo admisible.
Todo tipo de turismo tiene su derecho a participar, nadie se lo quita, pero el auténtico fallero condena la falta de civismo, por ejemplo, el de botellón descontrolado, el de bocadillo en los parques o el de vomitonas por cualquier parte. El gran esfuerzo que despliega el servicio de limpieza municipal tiene en esa muchedumbre irrespetuosa su mayor reto.
La inmensa mayoría disfruta con corrección de las mascletáes, de los ninots y de las escenas que se muestran; de la fiesta y de la francachela popular, mientras, sin embargo, entre ella se parapetan, como elefantes en una cacharrería, los indeseables que destrozan a su paso la urbanidad, la pulcritud y la bondad de lo que representa un acontecimiento tan celebrado, amplio y cultural como el de las Fallas.
Para ser declarado patrimonio inmanterial de la Humanidad siempre han luchado los distintos responsables, fuerzas vivas e ilustres representantes de la sociedad valenciana. También deberían estudiar un sistema correctivo para esas personas que no saben comportarse. La cremà —en todo caso, símbolo de purificación— le da, sin embargo, ese toque final de renovación y limpidez. La autenticidad de Las Fallas y su riqueza patrimonial para la humanidad es lo que la UNESCO está valorando.