VIVIMOS TIEMPOS de sálvese quien pueda, a pesar de los aparentes grandes despliegues de solidaridad; que existen y nobles son en su mayor parte. Cada día, sin embargo, se puede experimentar la vehemencia de quienes tienen como forma de acción camuflada salvarse al precio que sea y a costa de vender angustia y un futuro de perversión generalizada, acaparando bienes mundanos, enormes excedentes de peculio y muchas divisas, pero repartiendo estrecheces para la inmensa mayoría. Se empeñan en hacer vivir al prójimo de sus desperdicios y, además, hacen creer que es bueno comprárselos.
La carretera, el filme de Viggo Mortensen, no es un final del mundo tan imposible como querríamos creer en un primer momento. La desolación amenaza al género humano. Es una de las dos opciones hacia las que camina la humanidad. La claridad con que expone la película el destino humano es tétrica y, sin lugar a dudas, una condena factible sin que nadie parezca escandalizarse. Tan natural ya está el mundo asentado en el abismo.
Pero podemos hallar la clave para evitar ese ocaso; lo que hoy es magia mañana puede ser ciencia. Ocurre ante la sensación de que algo ya está escrito. Penetra en el alma su hipótesis y su literaturidad se digiere sin extraños. A nadie pretendo asustar con planteamientos apocalípticos, pero hay que reconocer la enjundia agobiante en que vivimos, afluente del torrencial empuje hacia el que avanza la humanidad, sin poder controlarlo más que con un cambio de actitud, persona a persona, una dedicación solidaria con el género humano para evitar el riesgo de desembocar en una condenación que se regodea en la falta de dignidad y en el persistente denuedo de los grandes trusts por adueñarse del poder y los recursos, convencidos de que la única salida es la hecatombe mundial.
Ese panorama es evitable siempre y cuando no cejemos en la dura tarea de hacer ver la otra cara escondida que transmuta ese ocaso en un increíble fortalecimiento humanitario del planeta.
La carretera, el filme de Viggo Mortensen, no es un final del mundo tan imposible como querríamos creer en un primer momento. La desolación amenaza al género humano. Es una de las dos opciones hacia las que camina la humanidad. La claridad con que expone la película el destino humano es tétrica y, sin lugar a dudas, una condena factible sin que nadie parezca escandalizarse. Tan natural ya está el mundo asentado en el abismo.
Pero podemos hallar la clave para evitar ese ocaso; lo que hoy es magia mañana puede ser ciencia. Ocurre ante la sensación de que algo ya está escrito. Penetra en el alma su hipótesis y su literaturidad se digiere sin extraños. A nadie pretendo asustar con planteamientos apocalípticos, pero hay que reconocer la enjundia agobiante en que vivimos, afluente del torrencial empuje hacia el que avanza la humanidad, sin poder controlarlo más que con un cambio de actitud, persona a persona, una dedicación solidaria con el género humano para evitar el riesgo de desembocar en una condenación que se regodea en la falta de dignidad y en el persistente denuedo de los grandes trusts por adueñarse del poder y los recursos, convencidos de que la única salida es la hecatombe mundial.
Ese panorama es evitable siempre y cuando no cejemos en la dura tarea de hacer ver la otra cara escondida que transmuta ese ocaso en un increíble fortalecimiento humanitario del planeta.