CUIDARSE PUEDE ser fácil, si se toman unas pautas no siempre basadas en los medicamentos y en la medicina tradicional: un poco de ejercicio, integrar frutas y verduras en una dieta frugal, y proponerse tomar remedios naturales no agresivos. La mayoría de las enfermedades vienen por abusos —las degenerativas— o son un esfuerzo del organismo por liberarse de una carga tóxica, en la mayor parte de los casos. Saber que la leche de alpiste, por ejemplo, combate el colesterol y es un potente medio para eliminar grasa en las arterias hace que me pregunte por qué los médicos convencionales no la recetan y, en cambio, sí medicamentos con tantos efectos secundarios. Evitemos lo que envejece y fortalezcamos lo que mantiene joven al organismo. La sangre se renueva constantemente y puede ser cada vez más fresca y potente, con mayores cualidades; es nuestro combustible y deberíamos ser educados desde el principio con estas ideas.
Precisamente cuando se habla de educación, pienso que en mi generación se utilizó para mantenernos disciplinados y poco molestos. Ha llegado esta altura de los tiempos en la que se valora de otra forma —más cualitativa— y, también, una cierta rebeldía para ausentar el inmovilismo que provocó aquella derechona y tácita proclama provinciana que no era ni más ni menos que nada perturbase lo instituido, lo autorizado. Han cambiado los tiempos, como digo, pero se puede pecar también de equivocar los términos. La educación que use de ciertas formas convencionales, discretas, que trate con deferencia a los semejantes no debe tener la connotación de reaccionaria, ni mucho menos de debilidad. Al contrario, es el gran respeto preciso hoy para el progreso. Y este se da cuando se es pulcro con el mismo idioma, la sangre que mueve lo social. Decía un poeta como Luis Rosales que el idioma es nuestra patria. Quien no ha aprendido bien su lengua no ha aprendido a vivir; quien habla mal, vive a traspiés. Cuidar nuestro cuerpo y nuestro idioma es toda una aportación personal y un gran avance que podemos profesar a la sociedad.
Precisamente cuando se habla de educación, pienso que en mi generación se utilizó para mantenernos disciplinados y poco molestos. Ha llegado esta altura de los tiempos en la que se valora de otra forma —más cualitativa— y, también, una cierta rebeldía para ausentar el inmovilismo que provocó aquella derechona y tácita proclama provinciana que no era ni más ni menos que nada perturbase lo instituido, lo autorizado. Han cambiado los tiempos, como digo, pero se puede pecar también de equivocar los términos. La educación que use de ciertas formas convencionales, discretas, que trate con deferencia a los semejantes no debe tener la connotación de reaccionaria, ni mucho menos de debilidad. Al contrario, es el gran respeto preciso hoy para el progreso. Y este se da cuando se es pulcro con el mismo idioma, la sangre que mueve lo social. Decía un poeta como Luis Rosales que el idioma es nuestra patria. Quien no ha aprendido bien su lengua no ha aprendido a vivir; quien habla mal, vive a traspiés. Cuidar nuestro cuerpo y nuestro idioma es toda una aportación personal y un gran avance que podemos profesar a la sociedad.