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EL SALARIO, los dividendos y las transacciones (loterías aparte) serían las tres formas de participar de la riqueza en el sistema actual, que no está al servicio de las necesidades genéricas de los seres humanos sino más bien al de la acumulación en manos de pocos de la mayor parte de los recursos. Hoy se puede prescindir de mayor mano de obra y, sin embargo, aumentar las ganacias. Lo primero que esto indica es que no es necesaria tanta manufactura; y lo segundo, que el mejoramiento genérico no está basado exclusivamente en salidas laborales. El capitalismo ha fracasado en el pleno empleo: aun en el nivel más óptimo, siempre habría personas marginadas laboralmente. Por otro lado, tanto el keynesianismo y el liberalismo como el socialismo soviético y sus secuelas-modelo (China, Corea...) han servido también a la explotación del hombre por el hombre. No estoy hablando de un nuevo marxismo, sino de que es factible y necesaria una nueva política económica a favor del ser humano y de la familia que —sin olvidar la necesaria implicación personal y vocacional en cada dedicación— les asegure renta y libertad. Hasta desanclar esas ideas válidas para otras épocas pero insuficientes para solucionar los problemas de hoy, reivindicando una drástica innovación, la problemática persistirá, porque fomenta la situación siempre favorable para el empleador tradicional como simple explotador que percibe cada vez más ayudas para la contratación y ve cómo se merman los derechos de sus contratados. Son necesarias inteligencia y creatividad en las nuevas políticas que propugnan logros inmediatos, los cuales serán fruto de la solidaridad y de la voluntad resolutiva y meridiana, pensando en las personas y no en la especulación y en la venta de gestión de servicios. Ha llegado el momento de la implicación directa en una sustitución mundial del sistema y en una distribución del trabajo que realmente existe y de la riqueza global. Todo el mundo, con una remuneración asegurada a cambio de ofrecer un servicio o un bien a la comunidad, el más acorde a sus habilidades y aptitudes.
LA VIDA buena suele ser una aventura inescrutable y con una alta dosis de azar, además de esfuerzo. Un periodista tan celebrado como Luis del Olmo perdió prácticamente su fortuna hace más de tres años, ya sobrepasada con creces su edad de jubilación. Su dinero —sin él mismo saberlo— sostenía a la revista barcelonesa Don Balón, cuyo editor, Rogelio Rengel, le engañó siendo su asesor fiscal, su amigo al que dejaba las llaves de su casa, un empresario de más de setenta años que no aceptaba que su gran sueño, la revista futbolística de gran aureola, empezase a resquebrajarse. El universal locutor del Olmo, amigo del alma de tantos oyentes, no se resignó a la ruina y siguió trabajando en su profesión con el mismo denuedo e ilusión de siempre, aunque al final sí se retiró. Le descubrí en aquel De costa a costa y le seguí en Protagonistas, programa líder de audiencia emulado por todas las emisoras, que adaptaron la figura de los tertulianos que él instituyó, además de la valentía de hacer partícipes a los oyentes sin filtrar sus opiniones. Katsushika Hokusai, artista japonés (1760-1849), dejó dicho como grabado a fuego que fue a partir de los 73 años cuando empezó a entender la estructura de la naturaleza, de los animales y las hierbas, de los árboles y los pájaros, de los peces y los insectos: "a los 80 años habré hecho aún más progresos; a los 90 espero haber penetrado en el misterio de las cosas; a los 100 años debería haber llegado a un maravilloso grado de conocimiento; y cuando alcance los 110, todo lo que haga, cada punto, cada línea, encerrará el instinto de la vida". La cortedad de la vida no impide darse cuenta de este secreto de los creativos: que se puede vivir mucho más tiempo activo, jovial y gozoso —al menos, con una intensidad envidiable— si se hace producir al ingenio, ese tesoro envolvente y sonoro. El auténtico éxito es gozar de una paz que te conecta con el universo y, también, saber transmitirla y que así lo valoren tus coetáneos.
VIVIMOS TIEMPOS de sálvese quien pueda, a pesar de los aparentes grandes despliegues de solidaridad; que existen y nobles son en su mayor parte. Cada día, sin embargo, se puede experimentar la vehemencia de quienes tienen como forma de acción camuflada salvarse al precio que sea y a costa de vender angustia y un futuro de perversión generalizada, acaparando bienes mundanos, enormes excedentes de peculio y muchas divisas, pero repartiendo estrecheces para la inmensa mayoría. Se empeñan en hacer vivir al prójimo de sus desperdicios y, además, hacen creer que es bueno comprárselos. La carretera, el filme de Viggo Mortensen, no es un final del mundo tan imposible como querríamos creer en un primer momento. La desolación amenaza al género humano. Es una de las dos opciones hacia las que camina la humanidad. La claridad con que expone la película el destino humano es tétrica y, sin lugar a dudas, una condena factible sin que nadie parezca escandalizarse. Tan natural ya está el mundo asentado en el abismo. Pero podemos hallar la clave para evitar ese ocaso; lo que hoy es magia mañana puede ser ciencia. Ocurre ante la sensación de que algo ya está escrito. Penetra en el alma su hipótesis y su literaturidad se digiere sin extraños. A nadie pretendo asustar con planteamientos apocalípticos, pero hay que reconocer la enjundia agobiante en que vivimos, afluente del torrencial empuje hacia el que avanza la humanidad, sin poder controlarlo más que con un cambio de actitud, persona a persona, una dedicación solidaria con el género humano para evitar el riesgo de desembocar en una condenación que se regodea en la falta de dignidad y en el persistente denuedo de los grandes trusts por adueñarse del poder y los recursos, convencidos de que la única salida es la hecatombe mundial. Ese panorama es evitable siempre y cuando no cejemos en la dura tarea de hacer ver la otra cara escondida que transmuta ese ocaso en un increíble fortalecimiento humanitario del planeta.
EN TEORÍA toda España debería sentirse expectante y meditabunda tras el turbio debate ayer en el Congreso sobre el estado de la nación. El agrio y hasta chabacano intercambio de cuasi improperios entre el jefe del Gobierno y el líder de la oposición, junto a las interrupciones por los ruidos guturales y manuales de la mayoría de los diputados, me sumieron en una tristeza por el panorama de un futuro poco alentador siempre que vayan a continuar en esta misma tónica. El triunfalismo y la promesa de tres millones de puestos de trabajo —lejos de ser creíble así— nos enfrenta a la escena del puro electoralismo. ¿Un mero trámite a pasar? Porque este magno acontecimiento de las altas esferas ha dejado a los electores tan panchos, salvo el chascarrillo, las anécdotas y los cotilleos sobre si Celia Villalobos, por ejemplo, se dedicaba a jugar con su tablet. Y los hashtags son muy ocurrentes, sí, bastante variados, pero al final todo puede quedar hundido en el colchón de la blandenguería, la molicie y el olvido. No se ve entusiasmo y garra en el electorado. Hay una clara inclinación en las encuestas por los nuevos partidos de la indignación, pero no con el vigor que la dramática situación exige. Tal vez porque el espectáculo de ayer en el Congreso de los Diputados es reflejo y muestra de una inercia social que da todo por transformado ante el hecho de protestar y dar la nota. Y no es eso. Dentro de una aparente dramatización de la grave problemática de la economía y del estado del bienestar, corremos el riesgo de dar por válida la simple representación, el colorín y el pingajo de los aspavientos. Es un problema real: la mera escandalización de los acontecimientos, de la inoperancia y de lo no realizado. Lamentos y acusaciones, pero poco más. Es letra y música que casi todos los partidos practican. Pero con eso no basta. Para nada. Impera la atonía —la de los hechos— frente a la vigorización de la verborrea que a la postre corre el riesgo de ser solo circo, puro entretenimiento. Hurguen más en las heridas y hagan sentir en carne viva los efectos de la precariedad genérica. Considérense todos un grado por debajo de donde estén colocados y pongan a España diez por encima.
SE SUELE decir que los bancos prestan un paraguas cuando luce el sol y que lo quitan cuando llueve, pero tras esta comprensible usura y servicio de dudosa utilidad —tan rentable para una de las partes— se trasluce una amenaza más grave: el dominio del planeta por pequeños grupos, una élite de personas muy ricas y poderosas que quieren aumentar su poder controlando el dinero y la salud. El objetivo de la oligarquía que está preparando un sospechoso Nuevo Orden Mundial no es más que manejar el planeta por completo en la sombra. Lo quieren hacer de forma absoluta y lo están consiguiendo ya de forma relativa, puesto que influyen de manera decisiva en la economía mundial y en la vida cotidiana. Con el control del dinero, manejan y deciden qué tipo de energía debemos usar, evitando las que no les interesan; quieren vigilar y orientar la agricultura a gran escala y dirigir el comercio mundial; están adquiriendo los derechos del agua pura en el planeta; los sistemas sanitarios de los Estados están influidos irremisiblemente por la industria farmacéutica, en la que tienen un poder directo y alta participación accionarial, obstaculizando a posta los remedios naturales; influyen en los medios convencionales de prensa manipulando la opinión pública. A pesar de la libertad de expresión en Internet, usan sutiles dispositivos correctivos y datos de personas y grupos, obtenidos en parte gracias a las redes sociales y a través de otras fuentes, a pesar de la ley de protección de datos, que la sortean medios secretos. A esta nefasta postura le vienen muy bien los bipartidismos actuales en las naciones, las secesiones, las drásticas divergencias y las divisiones humanas. Para contrarrestar estos abusos, la única solución efectiva es la unidad mundial funcional, pero no dictatorial. Única, pero no oligárquica. En la ONU han de estar integrados los 204 Estados del mundo y los ciudadanos, representados por líderes intercambiables y en el mismo momento en que dejen de ser transparentes. La integración pasa por la interdependencia.
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