DOS MIL DIECISÉIS, y la injusticia, el hambre y la perversión seguirán acorralando al prójimo, tantas veces tan próximo como vecinos que callan su angustia y la ahogan en el escaso peculio que apenas les permite comprar lo más básico en el supermercado.
El mundo se debate entre el pensamiento único y un cambio radical a través de una unidad universal con el acervo de aportaciones de todas las naciones derramado en una configuración funcional y única, soberana, organizada en estrados pragmáticos donde cada uno desempeñará lo que no abarque el anterior y desde la base del individuo libre.
El ser humano que decide, paradójicamente, son personas selectas; será la humanidad que no quiere ser sumida en el nefasto nuevo orden mundial que nos preparan. Por esta equivocada idea triunfan de sorpresa nuevos partidos políticos y personas en Europa que antes no les conocían más que a la hora de comer en su casa. El resto del planeta es un espejo.
La humanidad es capaz de decidir su destino, y no unos cuantos abencerrajes que dominan los tesoros públicos, constriñendo los derechos y los servicios sociales de la inmensa mayoría. Un nuevo sistema preconizo diametralmente opuesto a esa inercia y con un sentido inverso al actual: de abajo a arriba, donde la cúpula, el mandado provisional —líder humano válido— será realmente solo un instrumento; muy transparente, servicial y dinámico (si no, jurídicamente eliminado).
La mínima autoridad precisa y autonomía en cada estrado, estos muy funcionales, dentro de una interrelación subsidiaria de las naciones que reconocerán una soberanía pragmática, renovable y no recurrente. Alrededor de un lustro para llegar a fraguar el embrión de esta nueva organización social mundial.
Hacia 2022 se podría celebrar por la comunidad internacional. Cada ser humano es poseedor de un potencial, y el conjunto deber ser consciente de esta importante trascendencia, sea cual sea su confesión o ética, incluso los ateos y los agnósticos. Es un poder del que aún no se han percatado los propios ciudadanos de a pie y que —cuando por fin lo usemos con los medios modernos que permiten en cada cual ser Carlos V, emperadores del propio destino— habremos iniciado la altura de los tiempos que todavía ningún analista ni sociólogo sabe definir con exactitud.
El mundo se debate entre el pensamiento único y un cambio radical a través de una unidad universal con el acervo de aportaciones de todas las naciones derramado en una configuración funcional y única, soberana, organizada en estrados pragmáticos donde cada uno desempeñará lo que no abarque el anterior y desde la base del individuo libre.
El ser humano que decide, paradójicamente, son personas selectas; será la humanidad que no quiere ser sumida en el nefasto nuevo orden mundial que nos preparan. Por esta equivocada idea triunfan de sorpresa nuevos partidos políticos y personas en Europa que antes no les conocían más que a la hora de comer en su casa. El resto del planeta es un espejo.
La humanidad es capaz de decidir su destino, y no unos cuantos abencerrajes que dominan los tesoros públicos, constriñendo los derechos y los servicios sociales de la inmensa mayoría. Un nuevo sistema preconizo diametralmente opuesto a esa inercia y con un sentido inverso al actual: de abajo a arriba, donde la cúpula, el mandado provisional —líder humano válido— será realmente solo un instrumento; muy transparente, servicial y dinámico (si no, jurídicamente eliminado).
La mínima autoridad precisa y autonomía en cada estrado, estos muy funcionales, dentro de una interrelación subsidiaria de las naciones que reconocerán una soberanía pragmática, renovable y no recurrente. Alrededor de un lustro para llegar a fraguar el embrión de esta nueva organización social mundial.
Hacia 2022 se podría celebrar por la comunidad internacional. Cada ser humano es poseedor de un potencial, y el conjunto deber ser consciente de esta importante trascendencia, sea cual sea su confesión o ética, incluso los ateos y los agnósticos. Es un poder del que aún no se han percatado los propios ciudadanos de a pie y que —cuando por fin lo usemos con los medios modernos que permiten en cada cual ser Carlos V, emperadores del propio destino— habremos iniciado la altura de los tiempos que todavía ningún analista ni sociólogo sabe definir con exactitud.