INOCUO NO es ningún medicamento. El personal sanitario suele ser testigo de hemorragias gastrointestinales causadas por antiinflamatorios y, también, de fatales desenlaces de personas ingresadas por el abuso de las medicinas.
Desde que Eva y su pareja Adán incumplieron los mandatos de su creador y fueron expulsados del Paraíso, los males acechan a la humanidad. Es una de las historias de religiosidad que ayudan a adornar una realidad menos bucólica —la supuesta evolución del mono hacia el hombre— y que han tomado forma a lo largo de los siglos propulsando también guerras y terribles persecuciones. Así, los intereses de los fanáticos siembran de intolerancia y oscurantismo la vida humana en la Tierra. Ayer y hoy.
Antes imperaban los dioses musculados y las heroínas virginales. Ahora —en un Olimpo para mí más adulterado, en el que se baten a muerte las multinacionales, los gobiernos y los ciudadanos de a pie— seguimos creyendo en similares dioses, sin ninguna duda. Después de todo, está visto que cualquier remedio puede ser considerado infalible e incluso milagroso para atajar el mal más patético que ataca a la sociedad actual: la impaciencia. Recurrimos a elaboradas fórmulas para olvidarnos lo más rápidamente posible de un dolor de cabeza; para alejar el insomnio o para evadirnos del exceso de peso.
Se recurre abusivamente a los medicamentos como si estos tuvieran un don milagroso; no se concede al cuerpo y a la mente la última oportunidad para revisar un estilo de vida inadecuado. Apenas se presta oídos a un cuerpo automaltratado, incluso para darle esplendor en su aspecto, por ejemplo, con anabolizantes. Casi por inercia nos encomendamos a manos ajenas sin tiempo para caer en la cuenta de que, albergados en cada comprimido farmacéutico, pueden esconderse los dioses más mortíferos de todos.
Desde que Eva y su pareja Adán incumplieron los mandatos de su creador y fueron expulsados del Paraíso, los males acechan a la humanidad. Es una de las historias de religiosidad que ayudan a adornar una realidad menos bucólica —la supuesta evolución del mono hacia el hombre— y que han tomado forma a lo largo de los siglos propulsando también guerras y terribles persecuciones. Así, los intereses de los fanáticos siembran de intolerancia y oscurantismo la vida humana en la Tierra. Ayer y hoy.
Antes imperaban los dioses musculados y las heroínas virginales. Ahora —en un Olimpo para mí más adulterado, en el que se baten a muerte las multinacionales, los gobiernos y los ciudadanos de a pie— seguimos creyendo en similares dioses, sin ninguna duda. Después de todo, está visto que cualquier remedio puede ser considerado infalible e incluso milagroso para atajar el mal más patético que ataca a la sociedad actual: la impaciencia. Recurrimos a elaboradas fórmulas para olvidarnos lo más rápidamente posible de un dolor de cabeza; para alejar el insomnio o para evadirnos del exceso de peso.
Se recurre abusivamente a los medicamentos como si estos tuvieran un don milagroso; no se concede al cuerpo y a la mente la última oportunidad para revisar un estilo de vida inadecuado. Apenas se presta oídos a un cuerpo automaltratado, incluso para darle esplendor en su aspecto, por ejemplo, con anabolizantes. Casi por inercia nos encomendamos a manos ajenas sin tiempo para caer en la cuenta de que, albergados en cada comprimido farmacéutico, pueden esconderse los dioses más mortíferos de todos.